Los habitantes de la escuela

En Puerto Rico, una familia se vio obligada a convertir una escuela abandonada en su hogar. Allí han habitado por más de 20 años a pesar de las múltiples dificultades y necesidades que a diario enfrentan al no tener acceso a los recursos básicos indispensables de agua potable y energía eléctrica.

Texto y fotografías de Yadira Hernández-Picó

Aquella mañana de enero era imposible resistirse a la agradable temperatura, la profundidad del cielo azul y esa delicada luz dorada característica de la estación. Las condiciones ideales para aventurarse, cámara en mano, por los campos de Maricao, pueblo enclavado en las montañas al oeste de Puerto Rico a unas tres horas de la capital, San Juan, a través de una carretera que como serpiente recorre la Cordillera Central.

El viaje, sin ruta determinada, por estrechos y curvos caminos entre montañas y vegetación cada vez más alta y apretada se interrumpió por el inequívoco olor del refrigerante (alias coolant) que obligó a detener de inmediato el carro. La primera opción considerada fue solicitar los servicios de grúa, que cobraría “un ojo de la cara” por lo distante del lugar, y seguramente hubiese sido imposible ofrecer la ubicación exacta de aquel punto remoto.

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Se habían dejado atrás las casas. Únicamente se levantaba un armazón de paredes verdigris, una maleza hostil, una verja mohosa y un carro que cualquiera consideraría chatarra. De la estructura salió un pequeño perro blanco, seguido por un hombre y una mujer que se acercaban a ofrecer ayuda. “Yo hago trabajos de mecánica”, pronto hace saber Ramón Santos Figueroa mientras camina hacia el vehículo humeante. Lo acompaña su madre, Blanca Figueroa, quien cortésmente invita a entrar a su casa. Al cruzar los portones destartalados que conducen a la deteriorada estructura me recibe la esposa de Ramón, Neyda Esteba.

Tras el azote del huracán Georges en Puerto Rico el 21 de septiembre de 1998, los miembros de la familia Santos Figueroa perdieron sus casas y con ellas todas sus pertenencias. Asimismo, la escuela elemental Noel Molini del Sector el 27, en el Barrio Indiera Alta del municipio de Maricao, fue clausurada por los daños sufridos.

Desde entonces, los Santos Figueroa ocupan tres de los cuatro salones de clases del pequeño plantel escolar que poco a poco fueron transformando, con escasos recursos y mucha inventiva, en sus habitaciones. Luego añadieron una cocina, una sala y así hasta convertirlos en sus hogares.

Lo que antes fue el comedor escolar con paredes pintadas con flores y mariposas, de las que apenas quedan solo siluetas, es ahora un espacio vacío y destechado.

Allí se solea el mismo perro que antes precedió a los habitantes de la escuela.

Allí se solea el mismo perro que antes precedió a los habitantes de la escuela.

Traspasar la puerta de entrada al salón de clases convertido en el hogar de Blanca Figueroa es entrar a un festival de colores, flores y relucientes figurillas de cerámica que cubren todo. Se observan, además, los enseres electrodomésticos usuales de la vida moderna, como nevera, horno de microondas, televisor y radio, sin advertir en ese momento que hace más de 20 años esta familia vive allí sin los mínimos servicios básicos de energía eléctrica y agua potable. Cuando enferman deben estar dispuestos a recorrer un camino solitario de curvas continuas durante más de una hora para recibir atención médica en el pueblo más cercano. 

La limpieza impecable, la atmósfera teñida de color y la abundancia visual de la vivienda de Blanca Figueroa hace aún más evidente el contraste con la necesidad que la rodea.

Blanca Figueroa, de 67 años, enviudó una tarde lluviosa cuando el Jeep que guiaba su esposo se fue barranco abajo. A las ocho de la mañana, va todos los días o “cuando prende el carro”, aclara mientras señala lo que creía chatarra, a comprar pan y hielo para conservar la comida del día. El trayecto al sector llamado Bartolo, donde ubica el establecimiento más inmediato y que ofrece únicamente artículos de primera necesidad, está a unos 40 minutos en carro. Las gasolineras más cercanas ubican a, por lo menos, una hora de distancia en el poblado Castañer de Lares o en Maricao.

A las 10 de la mañana, Blanca cocina la comida de todo el día en una estufa de gas en la que también calienta, de no haber podido hacerlo al sol, el agua de lluvia para bañarse que está almacenada por todas las esquinas. Diariamente, reza y prende una vela a la Virgen Milagrosa a las cinco de la tarde, no solo por su ferviente devoción y fe religiosa, sino también como única fuente de iluminación al caer el día. A eso de las seis o siete de la noche ya está en la cama. “Cuando vives sin luz ni agua, ¿qué más vas a hacer? Una vez el alcalde (de Maricao) mandó una planta (eléctrica) pa [sic] que votáramos por él, pero pasaron dos o tres días (de las elecciones generales) y se la llevaron”, cuenta resignada. 

Uno de los episodios más comunes de la vida diaria de la matriarca de la familia es “mudarse” en la misma casa:

“Limpio y cambio las cosas de sitio pa entretenerme”, explica Blanca divertida. “Mudo los muebles, desmonto y vuelvo a montar los tablilleros, muevo las figuras, así me entretengo y se me pasan las horas hasta que oscurece.” 

Todos los días a las cinco de tarde, Blanca prende una vela, que cumple un doble propósito: es devota ferviente de la Virgen Milagrosa, y como fuente de iluminación, ya que carece del servicio de energía eléctrica. 

La nevera fuera de uso por la falta del servicio de energía eléctrica es utilizada como alacena.

Blanca coloca el hielo que compra a diario en una neverita de playa “pa tomarme un juguito frío o guardar alguna carne, bien poquita porque se daña, que compro cuando voy al supermercado una vez al mes”.

El segundo de los cuatro antiguos salones de clases lo habitan el hijo mayor de Blanca, Ramón Santos Figueroa, y su esposa Neyda Esteba. De su matrimonio anterior, Neyda tiene cuatro hijos: dos varones — de quienes hace mucho no tiene noticias e insiste en brindarme sus fotos y datos en caso de que “por casualidad” coincida con ellos — y dos hijas, Yesenia y Yahaira, y de haber tenido una tercera la hubiese llamado Yadira “igualito a ti”, asegura.

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El remedio mecánico temporero de Ramón funcionó y pude realizar el largo recorrido de regreso. No sin antes compartir una taza de café y obsequiarme frutos y verduras cultivados por ellos. Y, sobre todo, regalarme una magnífica lección de vida: nunca dejará sorprenderme la hospitalidad, generosidad y esperanza de quienes tienen tan poco.

En las visitas subsiguientes al inolvidable primer encuentro con los habitantes de la escuela, el saludo suele ser el mismo: “¡Pensábamos que ya te habías olvidado de nosotros!” La despedida es también la misma: “¡No te olvides de nosotros!” Jamás. 

A pasos de la escuela, también en ruinas, se mantiene en pie el esqueleto de una iglesia. Cuentan que fue allí donde se casó la antigua dueña de la propiedad y se ofrecía misa abierta a toda la comunidad cada domingo.

A pasos de la escuela, también en ruinas, se mantiene en pie el esqueleto de una iglesia. Cuentan que fue allí donde se casó la antigua dueña de la propiedad y se ofrecía misa abierta a toda la comunidad cada domingo.

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